MAGNICIDIOS CÉLEBRES[1]
Por: Hélard Fuentes Pastor
No
todos los asesinatos guardan el mismo significado para una nación. Existen
crímenes perpetrados contra importantes figuras del ámbito político que
cambiaron el curso de la historia. En nuestro país, el historiador Rolando
Rojas Rojas –que recordamos por su libro: Tiempos de carnaval. El ascenso de
lo popular a la cultura nacional. Lima, 1822-1922 (IEP, 2005)– acaba de presentar
una obra titulada: Cómo matar a un presidente. Los asesinatos de Bernardo
Monteagudo, Manuel Pardo y Luis M. Sánchez Cerro (IEP, 2018), donde se ha
ocupado de tres célebres magnicidios de una lista que suma cerca de una decena
de atentados a personajes de la época republicana del Perú.
Los
tres casos que el historiador sanmarquino ha reseñado en su investigación,
reúnen ciertas características que permiten trabajar sobre aquellos en
particular. En primer orden, tanto el apuñalamiento del ex ministro de gobierno
Bernardo Monteagudo en 1825, el disparo por la espalda al presidente Manuel
Pardo en 1878, como los disparos a quemarropa contra Luis M. Sánchez Cerro en
1933, –según afirma Rolando Rojas–
tienen un carácter controvertido, en la medida que aún se desconoce a
sus autores intelectuales. Por otra parte, revelan la decisión extrema de
eliminar al enemigo y la necesidad de generar un vacío de poder o frustrar la
posibilidad de que dichos personajes gobiernen (Monteagudo y Pardo).
Rolando
Rojas, nos cuenta que Monteagudo fue asesinado por dos mulatos llamados
Candelario Espinosa y Ramón Moreira. Resulta que cuando extrajeron el cuchillo
del cuerpo, se percataron de que estaba recién afilado, y como en aquella época
no existían muchas barberías, pudieron identificar al responsable del
asesinato, pero jamás al autor intelectual. Las sospechas recayeron sobre el
prócer Faustino Sánchez Carrión que era su adversario político. La justicia no
tardó en llegar, sentenciando a Espinoza con pena capital y diez años de
prisión para Moreira.
El
autor no busca justificar el magnicidio de aquellos personajes, tampoco
victimizar a cualquiera de las partes, sino explicar las razones que terminaron
con ‘trágicos’ desenlaces, como nos revela en el caso de Manuel Pardo, que fue
victimado por el sargento Melchor Montoya con una descarga de fusil mientras el
ex presidente estaba de espaldas. Montoya señaló al sargento Antenor Gómez
Sánchez como la mente siniestra; sin embargo, las autoridades descartaron que
fuera el cabecilla. Nos narra que muchos conocían el plan, pero nadie lo
denunció, incluso la esposa de Nicolás de Piérola, doña Jesús Iturbide, que
también fue sospechosa. Sobrevino la Guerra con Chile opacando el proceso
judicial.
Finalmente,
Rojas ha reseñado la biografía de cada una de las víctimas, lo que permite
contextualizar la escena del crimen. Uno de los magnicidios más escandalosos se
produjo contra el presidente Sánchez Cerro, que recibió los disparos del
pasqueño Abelardo Mendoza Leyva, pero –en medio de la convulsión que generó–
resulta complicado asegurar que una de sus balas impactó contra Sánchez. Al
respecto, se consideró a 19 sospechosos que pertenecían al Partido Aprista; no
obstante, la cantidad de descargas que sufrió el auto impidió esclarecer los
hechos, por el contrario, los acusados fueron absueltos al no existir sólidas
evidencias; además, el agresor murió durante los hechos. El tema seleccionado
por el autor es auténtico, con escritura ejemplar y verbo responsable.
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