LA MORTÍFERA EPIDEMIA DEL SIGLO XVIII EN AREQUIPA

 LA MORTÍFERA EPIDEMIA DEL SIGLO XVIII EN AREQUIPA[1]

 Por: Hélard Fuentes Pastor

Nuestra historia colonial ha pasado por momentos de devastación y crisis debido a la inclemencia del clima y los desastres naturales; sin embargo, desde su fundación, las ciudades también han sido afectadas por eventos epidémicos que ha investigado el historiador nacional Lorenzo Huertas Vallejos y, en nuestra región, ha ocupado la atención de Edison Halley Quispe.

Quispe ha reseñado las principales enfermedades que aquejaron a la Ciudad Blanca, cuya revisión nos permite una segunda lectura respecto al ‘mestizaje cultural’, pues además significó la aparición de nuevos males teniendo en consideración que la población indígena y europea no solo se diferenciaba por sus usos, costumbres y tradiciones, también en otros aspectos vagamente estudiados como el sistema inmunológico y las afecciones recurrentes al cuerpo en sus respectivos contextos.

Resulta que, entre 1720 y 1721 –según cuenta Edison Quispe– Arequipa sufrió el embate de una peste, en realidad un catarro que afecto al 80% de la población «ocasionando la muerte de 8 mil personas». ¡Imagínense! Aquellos datos –nos dice el autor– han sido ‘conjugados’ (aunque yo prefiero el término ‘cotejados’) con el padrón ENSO, es decir, El Niño Southern Oscillation, a modo de respaldo académico.

De igual forma, he leído la tesis de Inés Jiménez Portugal que nos ayuda a entender la magnitud de esta enfermedad expresando lo siguiente: «(…) Los libros de la parroquia de Santa Marta dejan notar la enorme cantidad de partidas de defunción que hubo en 1720 con 959 partidas coincidentemente con la epidemia de gripe que se dio en Arequipa ciudad y en Caylloma con cerca de 500 partidas» (2019: 49). Pero, ¿en qué consistía el padecimiento de los afectados?

Bajo afirmación de la profesora de Cambridge, Gabriela Ramos, se dice que la epidemia sudamericana que golpeó a muchas localidades entre los años 1717 y 1720, era muy similar al Ébola con cuadros gripales y hemorrágicos. Asimismo, declara que su origen fue en Buenos Aires (Argentina), coincidiendo con la aseveración del padre jesuita Rubén Vargas Ugarte, quien, en una publicación de 1956, menciona que pudo partir de Río de La Plata. Lo cierto es que se expandió a Potosí, Cusco, Arequipa y otras zonas, cuyas cifras y testimonios respaldan la denominación de «gran epidemia» del centro-sur andino cómo es catalogada por Huertas Vallejos.

Vale detallar que la enfermedad alternó con el embate del clima, pues como menciona el historiador Carlos Carcelén Reluz, por aquellos años (de 1714 a 1720) «se presentó un periodo recurrente de frío extremo en los meses de invierno» (2011) que, por una parte, favoreció la producción del trigo y, por otra, posibilitó la propagación del mal. Su aporte es esencial, en la medida que pondera la situación con el testimonio de un vecino del Cusco que llegó a comparar el azote de «la peste grande» que vivió con la de 1589. Igualmente, corrobora que la epidemia se dio entre 1719 a 1722, llegando a Lima; lo que quiere decir que, en Arequipa, los brotes continuaron después de los años 20, lo cual demostraremos con documentos de la época.

En la sección notarial del Archivo Regional de Arequipa se hallan dos testimonios que refieren a la crisis que vivió la población. El primero data del 12 de octubre de 1721, y corresponde a María Pitecsisa, quien comenta cómo ‘de milagro’ había salvado la vida frente aquella peste que azotó su hogar y terminó arrebatándole a su marido, el barbero Antonio Solórzano. A los dos meses, falleció su hija Theresa Solórzano [sic] con su menor de apenas ocho días, Melchor Solórzano.

El segundo testimonio nos remite al 15 de enero de 1722, donde un padre, Juan Vilcacama, cuenta cómo su hijo Melchor (a quien entregó su responsabilidad de cacicazgo del repartimiento de Urinsaia debido a su avanzada edad) –después de cuatro años a cargo de los indios– tuvo que hacer frente a la enfermedad que los consumió y, a su vez, a las exigencias de la Corona con el pago de tributos que su gente no pudo asumir, obligando a que su papá entregue 2 topos de tierra de los 3 ¾ que tenía en el pago de Viltaca a modo de trueque y permuta por la tributación que adeudaba.

El testimonio de Juan es valiosísimo. Nos da a conocer que aquella epidemia se había suscitado en mentado repartimiento desde julio de 1720 y todavía continuaba disipándose. Pensamos que debió afectar el quehacer de los pobladores, por lo menos, durante la primera mitad de la década del 20 de dicha centuria. A decir verdad, tampoco podemos ser enfáticos ni determinantes en señalar el inicio y término de la enfermedad, pues depende de cada localidad.

La situación que vivió María o Juan es desgarradora y la relacionamos muchísimo al padecimiento que varios hogares pasan en este momento. Un desgarrador escenario donde no solo la enfermedad toca la puerta de las casas y termina lapidando prácticamente a toda la familia, sino se suman otras dificultades que van desde la crisis económica hasta el abandonar por un tiempo la casa para evitar la infección, pues como inferimos del testimonio de María, evitar el ingreso a las casas apestadas debió ser una de las disposiciones de las autoridades locales para contener el número de contagios, lo que hoy traducimos en ‘aislamiento’ y/o ‘distanciamiento social’, no en los mismos términos, pero sí a modo de estrategias para desacelerar la propagación del virus, preocupación latente en la mentalidad de los gobernantes que les toca enfrentar dicha problemática.

Los testimonios revelan el dolor de perder a un ser querido, la angustia y crisis que suscita en la población; sin embargo, también desprendemos una posición intransigente del gobierno colonial, por ejemplo, en el caso de Juan, quien siente presión asumiendo las responsabilidades el cargo contra su hijo frente a la recaudación de tributos. Y, en el caso de María, la autorización que consigue del corregidor Bartolomé Sánchez Manchego para realizar el inventario de bienes en la tienda de «la calle arriba de Mercaderes de la Alcantarillo [sic]» que tuvo por morada el occiso, y a la que acude junto al heredero del primer matrimonio de su esposo, Francisco Solórzano, para efectuar la tarea. Ambos escenarios cuando aún nuestra ciudad estaba siendo aquejada por esa enfermedad y, quizás, como ahora, alternaba con la urgencia de retornar a una ‘normalidad’.

No cabe duda, fue una epidemia para nunca olvidar, y así como se originó en Argentina debido a la intensificación del comercio y el tráfico de esclavos con Europa, el virus debió llegar a nuestro territorio a través de los arrieros y, por ende, las redes comerciales de la época.

Finalmente pensamos que muchas de las situaciones que vivimos tienen un lugar común en las crisis epidémicas de otrora, desde las formas de atender las emergencias sanitarias, pasando por la conmoción de la población, hasta los mecanismos de transmisión de la enfermedad. 

 



[1] Suplemento del diario El Pueblo. Arequipa, 16 de agosto del 2020. P. 12-13.

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