APUNTES SOBRE EL ADOBO[1]
Una delicia de la cocina
peruana es el famoso adobo arequipeño. Por lo menos, de esta manera es
destacado internacionalmente, cuando nuestros especialistas en gastronomía
comprenden que a la región o localidad siempre debe anteceder el país. Así lo
observamos en Mariana Granda (2011), Gastón Acurio (2017), Nicholas Gil (2018),
por mencionar algunos. Por el contrario, la narrativa –porque era de esperarse
que este plato típico sea aludido en escenarios y diálogos–, le otorga un
carácter bastante regional, por ejemplo, en “El invitado” (2008) de Carlos
Arcos hay una referencia a los potajes mistianos en relación al orgullo
characato, o, en “La invitación” (2015) de Antonio Bascones, también existe
dicho arraigo. Ni que decir de los autores arequipeños, ya que los dos
mencionados son extranjeros.
Después del recetario bastante
documentado de Alonso Ruiz Rosas, contamos con otros referentes que establecen
como símbolo de Arequipa al adobo arequipeño. Aunque la redundancia es
innecesaria, cuando se trata de procesos identitarios, la reafirmación se hace
perentoria, pues genera utilería en los imaginarios sociales: adobo, adobada y
adobera. Los términos se ven afianzados en una unidad donde se encuentra el
plato, la degustación del comensal y quién lo prepara o sirve. Asimismo, es
cierto que la cotidianidad, en nuestro medio, ha generado otras connotaciones,
por lo que ‘adobada’ también refiere a una actividad de apoyo o colaboración
mutua –equivalente a la ‘pollada’– organizada por personas e instituciones a
fin de recabar fondos. He visto tarjetas de venta que dicen “Adobada Pro-Fondos”
o “Gran Adobada Pro-Salud”, a criterio de los impresores, incluso, en la
universidad participé de la organización de una.
Los términos son bastante
antiguos y contamos con valiosas referencias que nos conducen al imaginario
europeo. Víctor M. Barriga (1939), en sus documentos para la historia de
Arequipa, encuentra una descripción relacionada con la sazón o aderezo, es
decir, cuando las carnes o presas son adobadas. Más, específicamente, la carne
de cerdo adobada con chicha y especies cocida a la olla (Granda, 2011). Vale
anotar que, Alfonsina Barrionuevo (1988), nos recuerda tanto el adobo
arequipeño como el cusqueño, y sobre el ‘nuestro’ menciona que se desayunaba,
luego de una jarana y amanecida, o después de misa, en Cayma (otra referencia
es Carlos Calderón, 2001). Precisamente, en la versión que recoge Antero
Peralta Vásquez (1977), recordaba el adobo en las chinganas, y Carlos Zeballos
Barrios (1980) o Ángel Valdivia (1989), respecto al domingo como el día de su
consumo, coincidente con el fin de semana. Por eso, el adobo y la adobada no
solo tienen que ver con la gastronomía, la exquisitez de la comida citadina,
sus insumos, la preparación, sino con las costumbres y el contexto local. Ya lo
manifestó en su oportunidad Juan Guillermo Carpio Muñoz (1984).
Algunos autores sostienen que
surgió en 1700, en la zona de Acequia Alta de Cayma; no obstante, desconozco
que un documento lo respalde de esta manera, que no sea: “cuenta una historia”
o “me dijeron”. Lo cierto es que el adobo era un aderezo más o menos popular en
nuestro país (de modo genérico), antes de los tiempos de Francisco Mostajo,
llamemos así “la carne en adobo” (Ricardo Mariátegui, 1959) desde la época
colonial, que hacia el siglo XX consigue popularizarse –con sus
particularidades– como ‘adobo arequipeño’, por una cuestión simbólica para
diferenciarse nominalmente de otros guisos como ‘el cusqueño’ o el ‘adobo a la
tacneña’ (que lleva papa, camote, zapallo y arroz). Una de las referencias con
dicho detalle data de la receta consignada en un volumen que corresponde a
Arequipa, del Documental del Perú de 1966.
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