UNA POLÉMICA EXPULSIÓN[1]
Por: Hélard Fuentes Pastor
I
La historia de la expulsión de los jesuitas no solo
remite a la supresión de la Compañía en 1767, dispuesta por el Rey Carlos III
para todo el Virreinato, sino a otras prohibiciones que se produjeron en
nuestro país. El pasado de los jesuitas pasa por momentos de ensañamiento que
necesariamente se tienen que comprender en la dimensión de las mentalidades,
desde el recelo que despertó en otras órdenes religiosas, incluso del mismo
episcopado, pasando por las ideas políticas y la codicia de los gobiernos.
En los primeros años del siglo XIX, hubo diferentes
intentos por restablecer sus dominios y devolver sus bienes a los jesuitas,
aunque en la práctica esto no iba a ocurrir pues recordemos la repartija que
promovió la Junta de Temporalidades, lejos de administrar remataron sus bienes;
empero, la prioridad en el espíritu altruista de los hijos de Ignacio no era lo
material, radicaba en reanimar sus obras sociales y la educación.
Entonces, gobernaba el virrey Joaquín de la Pezuela,
quién no dudó en dar cumplimiento a la orden de Fernando VII apoyando a la
Compañía, y entre 1816 y 1817, algunos cabildos elevaron peticiones al rey para
efectivizar su restablecimiento en el campo religioso y educativo; sin embargo,
la llamada «Independencia» interrumpió aquel proceso de reivindicación y,
naturalmente, el predominio de los gobiernos liberales generó en algunos
sectores una mentalidad anticlerical que, por lo visto, no fue fulminante en la
historia eclesiástica pero sí afectó el destino de algunas órdenes como la
vulnerable Compañía de Jesús.
Para los religiosos y feligreses de la Iglesia
Católica, fue un grupo “sectario” que desde el congreso promulgó, en noviembre
de 1855, una ley proscribiendo a los jesuitas del Perú. En ese grupo se
encontraban liberales y masones dispuestos a impedir y prohibir sus
actividades.
Ocurre que aquella ley fue observada en la
Constitución de 1860, pero al parecer no se resolvió el problema, pues una
reseña histórica del diario El Deber de 1891, advierte lo siguiente: «el
congreso (…) creyó necesario dictar una nueva ley especial. Sancionada
festinatoriamente esa nueva ley y remitida al Ejecutivo, éste la observó dentro
del término correspondiente, observación que aún no ha sido resuelta. La Ley,
pues, aún no tenía ese carácter, no pasaba de la esfera de proyecto y no era
por lo mismo obligatoria en la República». En pocas palabras, no se cumplió, y
muchos debieron desconocerla.
Aquella constitución, la de Ramón Castilla, sostuvo a
diferencia de la de 1855, la primacía de la religión católica, panorama
positivo para una orden religiosa que pretendía reincorporarse en nuestra
república. Nada estaba dicho. En 1867 se aprobó una nueva Carta Magna que, en
la Historia de la Constituciones, está considerada como la segunda edición de
la de 1855, y aunque indica que la nación profesaba la religión católica,
políticamente no solucionó la situación de los jesuitas, por el contrario,
generó mayor desconcierto.
(Continuará…)
II
Hacia 1871, contra viento y marea, los jesuitas
retornaron al Perú. Aquellos años fueron difíciles para ellos, pues su
enfrentamiento con algunas autoridades liberales les generó mucha inestabilidad
e incertidumbre, peor aun cuando el jurista arequipeño Gregorio Paz Soldán, que
fungía en el cargo de Fiscal de la Nación, denunció su existencia ilegal en
Huánuco, un 24 de febrero de 1874.
Se cuenta que aquella denuncia fue producto del recelo
del capellán de La Merced de Huánuco contra los jesuitas, quienes a pedido del
Obispo comenzaron a realizar sus obras en dicha Iglesia. El capellán, que había
sido nombrado por el gobierno, hubo de confabularse con autoridades locales
para hacerlos expulsar, no solo se quejaron ante el Obispo sino al Ministerio.
¡Cosa seria! Porque según cuenta el padre Rubén Vargas
Ugarte, el Fiscal se basó «en la Recopilación de las Leyes de Indias [dónde] se
prohibía expresamente la fundación de conventos sin la licencia respectiva del
Patrono (o sea el Rey) juzgando equivocadamente que en el Perú aún subsistía el
derecho de Patronato y que éste lo habían heredado los Presidentes de la
República. Segundo, que se había violado la ley de noviembre de 1855 que
prohibía expresamente el establecimiento de los jesuítas en el territorio de la
nación (...)».
Lo que sucedió a continuación fue la polarización de
grupos. Por una parte, se cuestionaba el proceder del gobierno con leyes
caducas y, por otro lado, se criticaba que aquellos sacerdotes –digamos «fuera
de la ley»– ocupen el local de La Merced. En ese momento, la solución del
presidente Manuel Pardo fue acomodaticia, instó a que los jesuitas busquen otro
lugar dónde establecerse, pero el tema de su «legalidad» siguió postergándose.
Curiosamente fue Pardo quién, como Ministro de Relaciones Exteriores y Culto,
autorizó al Obispo Valle su actividad, y ahora, como presidente, dictaba un
decreto para que se trasladen a otro espacio.
Entonces, tuvieron que abandonar el recinto,
albergándose en algunas casas particulares y en el Palacio Arzobispal. Es
cierto que nuestra república recién se estaba organizando, que la gente había
heredado la actitud cortesana de otrora procurando caer bien a todos, que a lo
mejor se tenían que resolver otras prioridades; sin embargo, nada justifica la
cobardía de Pardo que no afrontó la injusticia con dos poderosos argumentos que
pudieron sostener su carácter: 1. El prelado autorizó la labor de los jesuitas,
y 2. La casa anexa al templo de La Merced había sido adquirida por Monseñor
Valle para Ejercicios Espirituales.
(Continuará…)
III
Ocurrió en la segunda mitad del siglo XIX. Algunos
ciudadanos arequipeños saltaron en defensa de los jesuitas ante la situación de
rechazo que vivían en Huánuco, incluso les ofrecieron asilo en la Ciudad
Blanca. Asimismo, el senador José Antonio de Lavalle y Pardo, un 29 de
septiembre de 1874, presentó a la Cámara un proyecto derogando la Ley de 1855
y, naturalmente, autorizando el establecimiento de La Compañía y sus funciones
educativas. Se puso en debate. Y como ocurre en nuestro tiempo, vale decir, no
hemos cambiado nada, 22 votaron en contra y 16 a favor.
La situación de los padres continuó incierta, no en
vano el historiador Rubén Vargas Ugarte, anota que el Estado ni los apoyaba ni
se atrevía a aplicar tajantemente la ley. Para nuestro juicio, una tremenda
mecida que terminaba “paseando” a los adeptos y opositores de La Compañía,
ansiosos de una respuesta. Lo que sigue fueron discontinuidades tremendas, pues
mientras que en 1878 fundaron el colegio de la Inmaculada en Lima, continuaba
la tensión en Huánuco.
Pronto, estalló la Guerra del Pacífico ocasionando que
aquel problema, ojo latente por tantos años, siga posponiendo su solución hasta
nuevo aviso. Sin embargo, en contexto con la crisis que se vivía, los jesuitas
prestaron su ayuda atendiendo a los heridos en los hospitales, incluso, se dice
que salvaron de la muerte al General Andrés Avelino Cáceres, ofreciéndole un
refugio cuando fue herido en la Batalla de Miraflores.
Al término de la guerra y después de algunos años de
«recuperación», un acontecimiento sumó argumentos para los enemigos de la
Compañía: la publicación del libro del padre jesuita Ricardo Cappa. Resulta que
su Compendio de Historia del Perú (1886) terminó hiriendo la
susceptibilidad nacional, por ejemplo, al «defender» a los españoles conquistadores,
entre otros. ¡Ya se imaginarán! Ricardo Palma con sus columnas lo enfrentó, de
igual modo que suscitó la respuesta de Eugenio Larrabure de Unánue. Y la
costumbre acusete que caracteriza al peruano, llevó a los masones y
protestantes, principalmente, a señalar a todos los curas de la orden de
antipatriotas exigiendo su expulsión inmediata.
La ineficacia del presidente Pardo, ahora se tradujo
en la mesura de Andrés Avelino Cáceres, que no tuvo otra elección que dictar el
decreto del 26 de julio de 1886, por el cual desconocía la personalidad
jurídica y los derechos de la congregación jesuita. Ahora, nos preguntamos ¿qué
derechos?, porque hasta el momento fueron decisiones atenuantes de una
situación que simplemente no se quería afrontar. Por supuesto, era un tiempo en
que todo se tocaba con pinzas y los gobernantes cuidaban su espalda de quien
asome con ambición de poder, herencia de los primeros años republicanos.
(Continuará…)
IV
La
decisión de Andrés Avelino Cáceres como presidente desautorizando a la Compañía
de Jesús, no contentó a los antijesuitas, pues un grupo de diputados el 27 de
septiembre de 1886 presentó una moción pidiendo su expulsión inmediata y/o
exigiendo el cumplimiento de la Ley de 1855. A Cáceres no le quedó de otra que ponerse
los pantalones y dejarla sin vigor, sin embargo, esto no impidió que muchos
padres se dispersen, algunos retornen a Europa, otros a Bolivia, y unos pocos
se quedaron en Lima. A estos últimos debió dirigirse el presidente recomendando
que se movilicen con discreción.
Pronto,
estalló otro escándalo con aquellos sacerdotes que, en su camino a Bolivia,
fueron acogidos por el Obispo de Arequipa, quién los hizo participar del cierre
del Jubileo Santo. Coincidieron con otros padres del altiplano y nada pudo
hacerse de forma disimulada, entonces ocasionó la rabia de sus detractores y el
extrañamiento del Ministerio de Justicia que lo consideró como conspiración. Y
por más que los vecinos y el mismo obispo escribieron telegramas pidiendo al
gobierno que revocase la disposición de expulsarlos, no se tuvo una respuesta.
El
19 de enero de 1887, ocurrieron los siguientes incidentes narrados por el padre
Rubén Ugarte: «un pelotón de soldados allanó la casa del Obispo, penetró en las
habitaciones interiores y en un momento de insania llegó hasta poner las manos
en el Prelado que se opuso a su paso y en los Padres a quienes se sacó
violentamente del Palacio para conducirlos a la estación». Al día siguiente, se
publicó en La Opinión Nacional (Lima, 20 de enero de 1887), un pronunciamiento
de la Unión Católica de Arequipa firmado en su integridad por cerca de
cincuenta señoras que protestaban por la expulsión de los jesuitas. A mi
entender, el primer pronunciamiento colectivo en la historia del país sobre un
asunto de interés público.
Aquel
documento establecía doce puntos, manifestándose contra la negligencia del
gobierno y la violencia de los militares. Las acciones condenatorias hacia el
gobierno no solo fueron por el trato a los jesuitas, sino porque se dice que habían
levantado la mano contra todo ciudadanos y sacerdote que los defendían. Hemos
de suponer que se produjo una gresca, efecto de la indignación social, más aún
en un tiempo en que la sociedad mayoritariamente reafirmaba su fe católica y
cualquier acto contra ello no solo era indecoroso, sino se consideraba
pecaminoso.
Si
bien el Ejecutivo había vetado la Ley del 85, no los autorizó expresamente, por
ese motivo, los jesuitas tuvieron que silenciar algunos meses hasta abril de
1888, en que reabrieron el Colegio De la Inmaculada en Lima. Sobrevino la
censura del Fiscal Seoane cuando en la celebración del funeral del arzobispo de
Lima, Mons. Manuel Tovar, se nombró entre las órdenes religiosas a la Compañía.
Arguyó que el pedido de expulsión en 1886 quedó en suspenso por el veto del
Ejectuvio, solo en suspenso.
(Continuará…)
V
El
diario El Deber de Arequipa dedicó reseñas periodísticas al acontecimiento del
19 de enero de 1887, cuando a punta de forcejeos los soldados expulsaron a tres
jesuitas de la ciudad. Señaló que era «injusta» la actitud del gobierno frente
a dichos sacerdotes. Criticó su intolerancia hacia ellos. En su nota indicaron
lo siguiente: «Fresca está aún la herida que se abrió en este pueblo católico
por excelencia para que tratemos de demostrarla, sangrando todavía sobre lo que
ahondaron el puñal artero en las entrañas de su víctima» (1892).
Lo
más escandaloso en aquella época debió ser la manera en que los soldados
ingresaron al palacio episcopal, ya que tanto en 1891 como 1892, refieren enfáticamente
a dicho evento. También debemos sincerar la dramatización del redactor, quien
afirma: «Todo esto fue para nosotros el 19 de enero, y todo esto lo sufrimos,
porque los verdaderos católicos estamos acostumbrados a sufrir, y todo esto
hemos perdonado, porque el perdón es el noble principio de todas las causas
grandes y de todos los corazones generosos» (1891).
En
realidad, los soldados cumplieron con una orden, probablemente usaron la fuerza
de forma desmedida, pero era su obligación allanar, apresar y retirar. El
problema radica en cómo los gobiernos no solucionaron un asunto tan puntual o
cómo los vacíos legales generaban tanta indignación, peor aún, la falta de
protocolos y el caos, los malos entendidos, los intereses y la envidia,
tremenda piedra en el zapato.
También
es cierto que los jesuitas –de forma involuntaria o agrede– debieron evitar
todo tipo de provocaciones, sobre todo, de quienes se les oponían, no por
cobardía sino por estrategia, ya que las condiciones no estaban dadas debido a
la ineptitud de algunas autoridades. ¿Hubo atropello? Por supuesto, la ley no
esclarecía absolutamente nada. ¿Aversión sistemática? Ni dudarlo, porque no
solo se trataba de una diferencia entre sacerdotes, intervinieron laicos de
toda laya. ¿Incoherencia? En todo momento, porque por un lado pregonas
libertades e igualdades, concepto republicano, y, por otro, rechazas a la
congregación.
El reto mayor fue
aprender a mirar adelante. Y es impresionante cómo después de semejantes
polémicas, discrepancias e impedimentos desde su fundación durante el
Virreinato, los jesuitas han conseguido levantarse, una vez más, como un gesto
de rebeldía católica ante la injusticia y los excesos que se comenten contra
los ciudadanos, y con un fin bastante claro que se encuentra en la Educación, no
de carácter doctrinario, por el contrario, con un enfoque crítico a la altura
de este tiempo y las constantes transformaciones que vivimos como
Humanidad.
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